Texto de Juan Peregrina a propósito de Los oficios” de Pablo Acevedo
(Texto de de Juan Peregrina para la presentación del libro en la librería Picasso de Granada)
Es un inmenso placer presentar el último libro de Pablo Acevedo, junto a Juan Pastor, Juanjo Castro y el propio autor. Yo, que siempre fui lector de Pablo Acevedo desde su primer libro, defensor a ultranza de su poesía y recolector de imágenes bellísimas que él, desde jovencito, se dedicaba a diseminar por sus poemas, si unos hermosamente trágicos, otros trágicamente hermosos.
Acevedo nos convoca hoy para intentar recordarnos, como ha dicho Juan José Castro, que la tarea del poeta no es la del artesano únicamente, no es la del artista solo que escribe lo que se le pasa por la cabeza ―privilegiada o no, que artistas hay como días― sino ese ser consciente del privilegio que supone mostrar a los demás, sin aspavientos ni fuegos de artificio innecesarios, el mundo, la vida, la calle, el otro, al otro, el ser, el no ser y la decadencia que conlleva convivir demasiado tiempo los unos con los otros sin que muchos reconozcan el genio.
Acevedo nos convoca para que leamos su libro: habrá que comprarlo, leerlo y compartirlo. Para eso estamos aquí: ya que todo es mercado, hagamos buen uso de él. El capitalismo enseña los dientes y Acevedo se los lima a patadas. El mercado arde con las palabras del poeta, los bomberos no llegan, y si llegan entonan una plegaria al propio engendrador de la tragedia: la llama, que es la hacedora de cenizas, cenizas que Pablo Acevedo disfruta mostrando pues son la última pieza de un puzle que terminará en la eternidad.
Acevedo consigue con sus versos provocar pavor, alegría, sentimientos. Provoca al lector hasta límites del compromiso: esto es compromiso, ya dicho por Juanjo Castro: la palabra, la herramienta que tenemos, el verso, el humor dosificado con inteligencia y la imagen nada gratuita. El cielo es el límite, si es que hay un límite posible, y Acevedo que lo amasa, que toca las nubes después de inventarlas, nos quiere con él, a su lado, a su diestra o siniestra, nos muestra el camino de baldosas carmesíes que igual que ascienden… descienden al Hades: nos muestra torturas y dolores, reprimendas al subconsciente, castigos al bien pensar y devaneos con el absurdo, de manera que un camino abre otro y el siguiente nos muestra que no estábamos equivocados porque ni siquiera sospechábamos que ahí, detrás de la arboleda mágica de las visiones hechas palabras, pudiera haber un ser que hablara con los dioses, nombrara a los ángeles y nos robara por siempre la capacidad de no maravillarnos ante lo indeleble de la apariencia humana, esto es, el asombro, la maravilla de ser, el correlato con lo supremo que a veces suprimimos por miedo o dejadez: el hombre, la mujer, el obrero, el animal, la flor, la naturaleza entera, el que lee, quien es leído, la muerte, la literatura que la contiene, la vida que desaparece… todo, todo, está contenido en el libro de Acevedo.
El riesgo que toma Pablo Acevedo ―desde Onirisma― es saber que al nombrar todo, nada se olvida: así que todos no estarán contentos. Hay quien “hace como que” nombra todo y contenta a todos. Es una falacia, pues a mí me hace pensar Acevedo y a la vez me provoca envidia, no me gusta lo que dice, me indigna de hecho que alguien exprese tan exquisitamente bien, pero pienso qué le vamos a hacer, he aquí un potentado de mi época… y que me haya tocado convivir con él…
El estupor de Acevedo es digno de tenerse en cuenta: el poeta es independiente, anómalo social y saludable ente que vagabundea por espacios inasibles. Cómo no sorprenderse con los poetas de hoy día: portadores de lo fiero y el último vestigio de lucidez humana, algunos se comportan como putas de carnaval y destrozan la verdad ―que puede ser múltiple pero reconocible― mediante apliques, extraliteratura y palabrería hueca.
Vamos más allá: ilustremos qué piensa Acevedo.
Nombro algunos de los oficios que aparecen en el libro: sereno, cazador, panadero, vinicultor, apicultor, cantor, doctor, remero, pescador, sastre, mago, bufón, vagabundo…
Y todos están destinados a nombrar la maravilla de la epifanía. Una epifanía es algo que se nos manifiesta o aparece. En principio no hay sacralización. El lector comprenderá que la palabra es el medio que algunos poetas utilizan para y otros poetas utilizan por. Acevedo es un privilegiado lector y un observador de otra realidad. El poeta quiere ser otro y se transmuta en otros, mediante la palabra. ¿Lo sagrado? ¿Hay un oficio más sagrado que el de cantar? Acevedo lo sabe. Acevedo es sacerdote, oficiante de la palabra más alta, de lo más elevado que tiene el hombre: la palabra poética.
Es un libro emocionante. Nos procura sentimientos encontrados, y nos remueve la conciencia. Nos regala humor (pp. 51, 58, 64) que el poeta esparce comedidamente.
La inspiración ―otro gran tema― se enfrenta al trabajo como lo caduco del mensaje a la eternidad que pretende el poeta conseguir gracias a textos memorables como el que reza «soy poeta…» (p. 62). ¿Salva la poesía de la muerte? Y si la buena poesía salva, ¿qué hace la mala?; ¿adónde condena al mal poeta la praxis de una poesía que se sabe caduca? ¿El poeta no ha de aspirar a la eternidad ya citada? ¿Cuál es entonces el objetivo de la poesía?
Así que es lícito, y necesario, que el poeta admita tener algo especial que lo salva de la marabunta de esa normalidad mal entendida (no elevación estúpida de la élite mandataria) y que puede salvarnos con la lectura de sus textos: el don del poeta es nombrar las cosas con su justa palabra, y esas palabras se componen de emoción, rigor e imaginación (p. 61-63).
De hecho, la imaginación hace que el poeta se enfrente al hombre, a la naturaleza y a Dios. El poeta está harto de la profilaxis poética (p. 73), del poema que está escrito para lo que esperamos: cumplir nuestras expectativas. Acevedo es un maestro en las rupturas de sentido y domina nuestra esperanza como el más consumado de los artistas: sabe que el buen lector ―el contemplador de la obra de arte― necesita descubrir cada vez más; no ansía agotar el significado de lo dicho, lo visto o lo contado de una vez, sino que comprende ―porque a él le pasa― que la relectura es necesaria y la apertura de la ficción imaginativa es brutal de ese modo, dejándonos a veces exhaustos los enormes efectos secundarios que consigue el poeta por medio de sus imágenes.
Hay mucha soledad en el poemario como hay mucha soledad en el creador. No estamos con el otro cuando creamos: somos el otro; y el otro, por mucho que diga, está solo. Sin embargo, Acevedo transmite una esperanza, una alegría que es indudable hacia la página 79.
Hablaba del humor: la risa es fundamental también (p. 43). La pasión de comunicar lo lleva a cotas extremas de tristeza, de infinita melancolía… Pero al comunicarlas, al contarlas, al discernir mediante la poesía esas cotas, al ponerles límite ―si esto es posible― el poeta conjuga un yo que nos transfiere a sus lectores y nos hacemos uno con el artista, le agradecemos que nos muestre esas simas o abismos, esos cielos e infiernos, esas criaturas animalizadas ―nosotros mismos― porque todo está y todo estará, pero sin un intérprete ―el poeta― quizá no lo veamos, o mejor, vislumbremos.
Y al vislumbrar, ya decíamos, seremos otro: ser otro por ser más, dice el poeta (pp. 75 y 74).
En definitiva, que tenía muchas preguntas, pero quiero escuchar a Acevedo leer sus poemas y quizá de esta manera me aclare algo; quizá así contemple las imágenes que serán voz y canto en esta tarde enorme de aguijones, mieles y sensualidad pacífica del verso, o en las tardes que me quedan a mí, en soledad, como lector de su poesía, de relectura de su libro que, como los tres anteriores, es lo más parecido al infinito que conozco. Es un libro que no acaba, que se alimenta de sí mismo y cuyas imágenes están pensadas al milímetro, llevándonos unas a otras, en un continuo disfrute sensorial que no nos deja indiferentes.
Muchas gracias por contar conmigo. Es un placer compartir un rato con todos ustedes y con Juan Pastor, Juanjo Castro y cómo no, Pablo Acevedo.¡Salud y poesía!
Juan Peregrina